Pueblo Otomí

Los Otomíes han compartido por mucho tiempo el territorio con otros grupos como los Matlatzicas, los Mazahuas, los Nahuas y los Ocuiltecos. Compartir el territorio es compartir la historia, lo que ha derivado en una afinidad cultural muy marcada. Los Otomíes se encuentran dispersos en varios municipios del estado, también debemos tener en cuenta que muchos habitantes de los pueblos de la región siguen considerándose otomíes aun cuando ya no hablan la lengua.  El Otomí está considerado como una lengua tonal, cuyas variantes dialectales dependen de su distribución geográfica. De acuerdo con la clasificación lingüística, el Otomí, junto con el Mazahua, el Pame, el Ocuilteca, el Chichimeca-Jonaz y el Matlatzinca, pertenece a las lenguas otomianas, las cuales a su vez pertenecen a la rama otopame de la familia otomangue. Los Otomíes se nombran a sí mismos ñähñu, que significa “los que hablan otomí”. La palabra Otomí es de origen Náhuatl (singular: otomitl, plural: otomí); pasó al español bajo las formas Otomí (plural otomíes), othomí, otomite, othomite. Según algunos autores, otomitl provendría del Náhuatl otocac, “que camina”, y mitl, “flecha”, porque, supuestamente, los Otomíes, grandes cazadores, caminaban cargados de flechas. El hábitat por excelencia de los ñähñu se encuentra en las tierras altas; sus espacios ecológicos son variados, pues los valles se alternan con zonas boscosas y de montaña. Los ñähñu conservan espacios ecológicos vitales donde establecen una relación recíproca con la naturaleza, desarrollando ya sea la agricultura, el turismo ecológico o la fabricación de carbón. No obstante, el asentamiento de zonas industriales y urbanas, muy amplias en estos espacios, hace que los indígenas estén en contacto constante con el medio urbano. La acelerada urbanización del Estado de México y del país, a partir de la cuarta década del siglo xx, ha alterado de forma drástica el hábitat milenario de los ñähñu y ha transformado sus formas de vida. Este rápido proceso de industrialización de la zona los ha llevado a combinar su tradicional actividad agrícola con otros trabajos. Entre los otomíes, el matrimonio era de carácter endogámico, concertado entre los padres de los contrayentes, a través del patrón de petición de la novia y entrega de regalos a su familia hasta lograr su consentimiento. En la actualidad, las más de las veces, el matrimonio se da por elección propia y cuando ocurre dentro de la localidad, el novio suele prestar su servicio prematrimonial en la casa de los padres de su futura esposa.

En la organización familiar prevalece el sentido de una unidad amplia, cuyos integrantes participan de diversas maneras en la aportación de recursos económicos.De esta forma, algunos de sus miembros se pueden dedicar al cultivo de las milpas, de las que obtendrán, además de forraje para los animales, el maíz y frijol necesarios no sólo para el autoconsumo de un año, sino también para la elaboración de productos alimenticios para su venta en los mercados de las ciudades de Ixtlahuaca, Toluca, México y otros centros urbanos. Muchas veces, la responsabilidad del trabajo agrícola (y la venta de sus productos) recae en las mujeres, quizás debido a la migración temporal de los varones. La cría de ganado ovino y otros animales completa la actividad económica. En algunos pueblos, la artesanía también provee de ingresos importantes, sobre todo en lo que se refiere a la elaboración de productos de lana. Los miembros de la extensa familia aportan recursos monetarios adicionales trabajando como obreros o en el servicio doméstico, al igual que recorriendo los pueblos de la región para vender frutas, pequeñas manufacturas de madera, artículos para limpieza o productos industriales, como escaleras y anaqueles metálicos. En la actualidad, podemos observar el flujo de trabajadores que se emplean de lunes a viernes en algún centro urbano, y regresan el fin de semana a los pueblos.

La actividad agrícola, que gira en torno al cultivo del maíz, está íntimamente ligada a los ciclos ceremoniales. Las familias otomíes organizan sus actividades alrededor de los ciclos de cultivo y cosecha. Aunque existen zonas de riego, la mayoría de las tierras son de temporal; así la alternancia entre la temporada de secas y la de lluvias determina la organización de la actividad agrícola. En estas tierras altas y frías, las lluvias empiezan en mayo o, si vienen tarde, en junio; de ahí que las labores de preparación del terreno inicien en marzo y abril. Las primeras ceremonias del año tienen que ver con la petición de lluvias; una de ellas —posterior a la bendición de las semillas para la siembra—. En mayo, cuando las planicies y cerros reflejan la sequedad del ambiente, tiene lugar, el día 3, la fiesta que anuncia la proximidad de las lluvias. Los santuarios de la región se animan con los festejos de la Santa Cruz; la siembra de temporal empezará después de las primeras lluvias. Los meses de mayor precipitación pluvial son junio, julio y agosto, y los de menor, noviembre y febrero. En el periodo de lluvias, las pequeñas lagunas empiezan a proliferar en las planicies. En algunos pueblos se cosechan los primeros elotes en el mes de agosto, ocasión en la que las familias realizan la bendición de las milpas y organizan una comida alrededor de los sembradíos. El 15 de agosto, día de la Virgen de la Asunción, es la fiesta de los primeros frutos. A mediados de octubre caen las últimas lluvias, marcando el fin de la temporada y el comienzo de la época de secas. Las heladas, durante los meses de noviembre a marzo, son una amenaza constante para los cultivos de los otomíes. Los preparativos de la cosecha están enmarcados por los festejos de San Miguel y del Día de Muertos. Ya en el mes de diciembre, las familias empiezan a levantar los “cincolotes” —estructuras rectangulares de madera en las que depositan las mazorcas ya cosechadas. Para tal efecto, se escogerá a un padrino, se bendecirá el cincolote y se le colocará una cruz en lo más alto. En enero se despliega una gran actividad en todos los pueblos otomíes, pues se recoge el rastrojo ya seco y se almacena como forraje para los animales.

Si bien la religión está influenciada por el catolicismo, subsiste en algunas localidades, sobre todo en las más aisladas, un sustrato más tradicional, particularmente en lo que se refiere al culto a los muertos, la creencia en el nagualismo y la causalidad de las enfermedades y su curación. Una de las estrategias de los otomíes para asegurar su continuidad como cultura, que incide en todos los demás ámbitos de la existencia social, es la compleja vida ceremonial. Ésta se expresa a través de un rico calendario de fiestas y de una complicada red de santuarios conformada por numerosos puntos sagrados que se conectan por el peregrinar de hombres y mujeres. La vida ceremonial se manifiesta en el culto a los santos patronos, en los santuarios regionales y, además, en los oratorios familiares, culto que aún pervive en la región. Las fiestas de los santos se enmarcan en el calendario católico y tienen, como ya vimos, un fuerte vínculo con los ciclos agrícolas dentro de una antigua tradición mesoamericana. Las mayordomías, las mesas directivas y los grupos de danzantes son los encargados de organizar y planificar durante todo el año estas celebraciones. Existen desde las mayordomías cuyos cargos son numerosos y permanentes, hasta las que cambian cada año. Las más complejas, además de los mayordomos principales cuentan con fiscales y oficiales. Así también están las que sólo tiene un mayordomo o un solo fiscal. La elección para estos cargos recae en personas de sólido prestigio en el interior de las comunidades. La organización interna de las mayordomías varía.

La principal responsabilidad dentro de la organización recae en los mayordomos, mientras que los oficiales deben ayudar en el trabajo y cooperar para la compra de los cohetes y la pólvora que los “pedreros” —especie de coheteros— utilizarán en los festejos. Los mayordomos primeros son quienes recolectan el dinero que aportan los miembros de la organización y llevan el control de los gastos colectivos. La ayuda de los oficiales, muchos de los cuales están emparentados con alguno de los mayordomos principales, es esencial para que éstos cumplan con sus responsabilidades. Esta jerarquía no implica una relación de subordinación, ya que constantemente, y en el mismo desenvolvimiento de la fiesta, se realizan reuniones de todos los mayordomos para decidir ciertos aspectos. El vestido de la mujer otomí, consiste en un chincuete o “enredo” de lana muy amplio y largo de color azul marino o negro, con líneas verdes, anaranjadas y amarillas; y una blusa de popelina de color blanco, manga corta con bordados en motivos florales, faunísticos o geométricos, o bien una combinación de ellos. Es característico de la indumentaria otomí el uso del quexquémetl, que puede ser de algodón, lana o artisela en varios colores.

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